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Derechos Humanos Ahora!

NOVENTA MIL PERSONAS ASESINADAS EN TREINTA SEGUNDOS... Y NO ES NOTICIA*

Un aniversario vergonzoso    

Victor Pey** 

Fuente: http://www.elclarin.cl/index.php?option=com_content&task=view&id=3706&Itemid=678  

 

Hace justamente 61 años, al anochecer del 6 de agosto de 1945 escuché por radio un flash noticioso con la escalofriante información: la aviación norteamericana había lanzado sobre Hiroshima la primera bomba atómica. La noticia la había entregado a la prensa el propio Presidente Truman a la salida de un oficio religioso. Tres días después, por si la lección de Hiroshima no hubiera sido aprendida cabalmente por los japoneses y, también, para comprobar la rotundidad del medio terrorífico ‘ensayado’, una segunda bomba fue lanzada sobre Nagasaki.  

 

La gente no sabía mucho sobre el significado que podía tener semejante brutalidad ni tampoco acerca de los efectos que tal explosión acarreaba, salvo la de que se trataba de un artefacto de enorme poder destructivo instantáneo, silenciándose toda referencia a las consecuencias letales, genéticas y degenerativas que sobre los sobrevivientes de los lugares cercanos a la explosión implicaba semejante barbarie. La teórica liberación de la energía producida por la fisión nuclear, postulada por Einstein en su famosa fórmula que establecía la equivalencia entre la masa y la energía, E = mc2, se hacía patente a la humanidad por tan feroz medio. Difícilmente se puede acercar uno en la narración a los sentimientos que nos envolvían a muchos en aquellos tiempos, a los efectos que en nuestros espíritus nos causó semejante atrocidad. Sólo puedo hablar, claro está, por mí. Pero había una emoción colectiva a la que creo que puedo referirme. 

  

Todas las tardes, al terminar el trabajo, iba a engrosar los grupos que se formaban en la Alameda, a la altura de Serrano, al frente del inmueble que ocupaban en aquellos tiempos las oficinas y talleres del diario La Opinión, de propiedad de Juan Bautista Rossetti. Allí, en esos corros, discutíamos acaloradamente hasta altas horas de la madrugada entre los polemistas espontáneos las alternativas de los acontecimientos bélicos cotidianos de la II Guerra Mundial, enfrascándonos en polémicas con los no pocos partidarios de los nazis alemanes y los fascistas italianos que se hacían presentes. 

  

Hacía ya casi seis años que esa guerra dictaba la historia del mundo entero, representando un espectáculo que parecía apocalíptico. El riesgo de una victoria nazi, que pendió sobre la humanidad durante los primeros años de la conflagración, llevaba continuamente a una negra alucinación. En lo personal, lo vivido en la Guerra Civil española de 1936-39 , con los bombardeos de la aviación franquista, alemana e italiana sobre las poblaciones civiles de las ciudades españolas y toda la índole de bochornosas atrocidades cometidas en esa guerra, constituía, para mí, un doloroso recuerdo recurrente. Y, súbitamente, cuando ya parecía que la pesadilla del desquiciamiento humano iba a tocar a su fin con una derrota inminente de los japoneses, tras el suicidio de Hitler y el colapso de los nazis alemanes y los fascistas italianos, entonces, en esas circunstancias, sin razón estratégica que esgrimir -y ni aún si la hubiere- eran los campeones de la democracia y de la libertad los que sembraban el espanto sobre el pueblo de Hiroshima “ensayando” el efecto psicológico y disuasivo de la bomba atómica.  

  

Cuenta Banesh Hoffmann, colaborador y biógrafo de Einstein, que cuando ese ominoso 6 de agosto el sabio supo por su secretaria que se había lanzado la bomba atómica sobre Hiroshima, un gemido de horror, un lúgubre sonido, como una horrible queja casi silenciosa, de espanto, salió de su garganta. Einstein debió sentir sobre su conciencia el peso de la enorme responsabilidad derivada de la revelación que había hecho al mundo con el principio de equivalencia entre masa y energía, y, también, por el envío a Roosevelt de sus famosas dos cartas, una en 1939 y la otra a principios de 1940, alertando al Presidente del riesgo de que los alemanes alcanzaran a disponer de la terrible arma antes de producirse su derrota. El sabio tenía una idea poco plausible sobre la condición humana. Ya en 1918, con ocasión del sexagésimo cumpleaños de Planck, se referió a cómo veía a la humanidad diciendo: ‘‘Creo, con Schopenhauer, que uno de los motivos más fuertes que llevan al hombre al arte y a la ciencia es la huida de la vida cotidiana, con su dolorosa brutalidad y su desesperada monotonía de la esclavitud a los propios deseos’’.  

  

Una vez más acude a mi mente la reflexión sobre el uso que el hombre ha hecho del conocimiento. Pocas dudas pueden caber sobre la constatación de que el desarrollo acelerado de los conocimientos científicos y tecnológicos no han contado con la elevación ética de la conducta humana que aquellos avances requieren. El papel jugado por la religión, en este orden de cosas, no puede ser soslayado: las Cruzadas, las interminables guerras religiosas, la Inquisición, la caza de brujas, la seguidilla de crímenes de la que está plagada la historia del papado, los infinitos sufrimientos ocasionados al género humano en nombre de un Dios creador de un infierno destinado al suplicio eterno del fuego para quienes se aparten de sus dictados, constituyen una afrenta para la humanidad cuya responsabilidad cae sobre quienes  así obraron, sobre quienes todavía siguen invocando el nombre de ese Dios, cruel y atroz, simplemente como artilugio para perpetuar su poder temporal. Los Ayatollahs haciendo llamamientos al asesinato de cualquiera que disienta o critique a sus ídolos o a sus Mesías; Hutus y Tutsis, en Ruanda, ambas étnias cristianas, lanzados a la más vertiginosa matanza que jamás haya presenciado la humanidad, a cuchillo limpio; los fundamentalistas islámicos protagonizando, ahora, al presente, atrocidades innombrables, con la lapidación incluida en sus códigos para castigar al hereje; croatas, bosnios y servios, en medio de la culta Europa, lanzándose concienzudamente a abominables crímenes masivos indiscriminados; católicos y protestantes matándose cristianamente en Irlanda... diré, siguiendo las palabras de Rusell, que ningún hombre que cree que los sufrimientos de este mundo son por nuestro bien puede mantener intactos sus valores éticos, ya que siempre estará tratando de hallar excusas para el dolor, la crueldad y la miseria.

  

Creo que hay que tener la honestidad de asumir lo que nuestra especie es, en general, para intentar, desde ese acercamiento a la verdad -aunque la verdad completa sea inasible- tratar de ver en lo que es y corregir, si es factible todavía, la conducta humana haciéndola compatible con un mundo más estable, más justo, mas presentable.

  

En el pasado remoto, las circunstancias en las que el hombre se iba desarrollando condicionaron su evolución. Sin duda que la ética jugaba un papel contrario a la supervivencia, y la fortaleza física primero y el desarrollo intelectual después fueron haciendo posible la perpetuación de individuos en los que los escrúpulos morales constituían una desviación letal para la especie.

  

Esta pareciera ser la causa que fue plasmando nuestra condición actual. Freeman habla de ‘‘los no imaginados estratos de malignidad humana’’, afirmando que ‘‘la agresión no es meramente una respuesta a la frustración sino un impulso universal de hondas raíces’’; Lorenz concuerda en que ‘‘no cabe ninguna duda, en opinión de cualquier hombre de ciencia con mente científica, de que la agresión intraespecífica es, en el hombre, un impulso instintivo espontáneo’’, concluyendo en que ‘‘la humanidad debe abandonar su autoengaño y aceptar esa humildad que es requisito previo para reconocer las leyes naturales que gobiernan la conducta social de los hombres’’. Y para Freud la tendencia a la agresión ‘‘es una disposición innata, autómata e instintiva’’.

En su breve libro ‘‘Cómo veo el mundo’’, Einstein reflexiona: ‘‘En el lapso de dos semanas, las masas irracionales de un país pueden ser llevadas -mediante la prensa- a un estado de tanta furia y excitación que los individuos se sienten dispuestos, vestidos de soldados, a matar y dejarse matar para favorecer intereses de cualquiera que los sepa manejar hábilmente. Considero el servicio militar obligatorio como el síntoma más vergonzante -en cuanto a la falta de dignidad personal- que padece hoy en día la humanidad’’. El camino que se sigue es bastante trillado: se empieza por el autoengaño de creerse lo que no se es para seguir por la pendiente del orgullo, la arrogancia y la soberbia, yendo a parar a la impiedad, la crueldad y la sevicia.

  

‘‘Acuerdos globales para desnuclearizar el armamento de largo alcance’’ efectivos y en serio, no existen hasta ahora. Se han desactivado algunas ojivas nucleares, es cierto, por los rusos y los norteamericanos, al tiempo que los nacionalistas hindúes hicieron crujir la tierra con cinco pruebas nucleares y los pakistaníes replicaron con otro tanto. Por lo que a norteamericanos y rusos concierne en este orden de cosas, la verdad es que hicieron lo que se les vino en gana cuando nadie tenía poder para impedírselo, por lo que escasa es la fuerza moral que pueden esgrimir para hacerles prohibiciones a otros países. Durante su mandato, el Presidente Clinton ordenó el almacenamiento de antibióticos y vacunas en previsión de eventuales ataques fortuitos con armas biológicas que pudieran lanzar contra ciudades de EE. UU. grupos terroristas o gobiernos tildados de ello, todos profundamente creyentes hasta el integrismo.

  Hasta el momento, sólo lo preconizado por Einstein alguna forma de gobierno mundial -como condición necesaria pero no suficiente- pareciera ser coherente con la posibilidad de alcanzar un mundo estable y digno. En ese sentido apuntaron, en su tiempo, la Sociedad de Naciones y las Naciones Unidas, demostrando esos organismos, en los hechos, su ineficiencia. Naturalmente que es posible imaginar otras experiencias que recojan mejor la idea de un mundo en el que estén mejor representadas las ideas de libertad, estabilidad y justicia, un mundo en el que prime el sentido de la solidaridad humana sobre el de los egoísmos salvajes ahora imperante.   

* El título sensacionalista de este artículo es obra mía. No tiene ninguna relación, ni es del conocimiento del compañero Victor Pey. Máximo Kinast.

**Víctor Pey, ingeniero catalán y chileno, fue amigo y colaborador de Salvador Allende. Llegó a Chile, en el Winnipeg, barco fletado por Pablo Neruda para ayudar a los refugiados españoles después de la Guerra Civil (1936-39). Es Vicepresidente de la Fundación Salvador Allende y propietario legítimo del diario ‘El Clarín’, a pesar de las maniobras de la Concertación por impedírselo. 

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